Comentario
La vida de Diego Rodríguez de Silva Velázquez, genio universal, estuvo marcada por dos procesos que el artista vivió en paralelo: el humano, de constante promoción social, y el profesional, como pintor y arquitecto decorador al servicio de Felipe IV.
El arco estético descrito por la pintura de Velázquez desde el naturalismo claroscurista de su etapa sevillana, que materializa los elementos compositivos, hasta su obra posterior a 1630, sumida en un febril proceso desmaterializador de pintura de manchas y exquisita capacidad para captar en la retina las más leves esencias de los seres o del aire, le han convertido en el pintor puro por antonomasia, que entiende cualquier tema como pintura, sin mirar ni la imagen, ni el argumento de ejemplar sentido moralizante. El más genial de nuestros pintores del Siglo de Oro resume así toda la aportación española al arte universal, por su facilidad misma para ir plasmando con frescura sobre el lienzo las ideas que fluyen de la mente, sin acusar esfuerzo, con trazo tan leve como preciso, hasta dotar de realidad a la apariencia.
Como persona, la información sobre su vida, privada o pública, es insuficiente para satisfacer las múltiples lagunas sobre la intimidad personal. De la extremada reserva surgen con frecuencia comportamientos aparentemente contradictorios: discretos, acomodaticios o caprichosos, asentados sólidamente en la autoestima personal. De modesto origen sevillano, Velázquez fue superando las serviles barreras del oficio de pintor, aprendido junto con la preparación intelectual más sólida que podía obtenerse en Sevilla a comienzos del siglo XVII. Su maestro Francisco Pacheco no fue buen pintor, pero sí un discreto teórico, cuyos intereses humanistas transmitió a sus discípulos. Gracias a esta formación, Velázquez fue ocupando cargos y honores en la corte de Felipe IV, hasta llegar a transformar su status social mediante el privilegio real de hidalguía y la concesión del hábito de la Orden de Santiago, que orgullosamente lució tan pronto como pudo.
Las dos facetas profesional y humana, de pintor y cortesano, funcionaron en Velázquez como él actuó sobre su pintura, creando un todo indiscutible, atmosférico, donde se capta antes el conjunto vitalista y acompasado del éxito, labrado con increíble firmeza -incluso desafiando al Rey que llegó a escribir de su pintor: "Me ha engañado muchas veces"-, que los detalles mínimos de quien aparentemente es el pintor español mejor conocido. Esto hace de Velázquez un caso único, que trabajó muy cómodamente en la España del siglo XVII sirviendo exclusivamente a Felipe IV. La sutil actividad del mecenazgo regio, protector pero no exigente, fue desempeñada por Felipe IV con Velázquez como un juego de mutuos intereses compenetrados. El título de Pintor del Rey fue desbordándose con otras ocupaciones de agente artístico, comprador de obras de arte para la colección real en Italia, mentor de programas decorativos o arquitecto decorador en los palacios reales.
Se ha dicho muchas veces, con ese modo de explicación generacional que intenta aproximar y relacionar la vida de artistas pertenecientes a ambientes distantes entre sí, que Velázquez forma parte de los grandes maestros del Barroco (Bernini, Rembrandt, Poussin, Van Dyck) que nacieron al despuntar el siglo XVII.